The Price of the Ticket: Diálogo con “Categoría Cinco” (2021)
November 23, 2021
Entrevista de la revista Categoría Cinco sobre la huelga de 1981 y la publicación de Las vallas rotas; y sobre la experiencia de Arcadio Díaz-Quiñones como estudiante y profesor en la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.
En el verano del 2021, Categoría Cinco sostuvo una larga conversación con Arcadio Díaz-Quiñones, exprofesor de la UPR y profesor emérito de la Universidad de Princeton, autor de múltiples estudios imprescindibles sobre la historia cultural y literaria del Caribe y una de las voces críticas más importantes de Puerto Rico. En ella discutimos la trayectoria y condición actual del país y sus instituciones, especialmente la de la universidad. A raíz de esa conversación, decidimos darle seguimiento por escrito a algunos de los asuntos planteados. Esta entrevista, realizada por Agnes Lugo-Ortiz, Ivette Hernández-Torres y Roberto Alejandro, es el resultado de ese intercambio.
ALO + RA: Primeramente, mil gracias, Arcadio, por acceder a esta entrevista con Categoría Cinco. En más de un sentido, nos parece que tienes una perspectiva única para pensar el tema que organiza este número especial de la revista, la huelga estudiantil del 1981 contra el alza uniforme en las matrículas y pro nueva Ley Universitaria. A 40 años de esos eventos, creemos que es un buen momento para evaluar crítica e históricamente su sentido y significados, tanto en el contexto de la crisis del proyecto desarrollista colonial en los años setenta, que antecede al evento, como en el marco general de las relaciones entre institucionalidad universitaria, cultura política y transformación social en Puerto Rico. En distintas ocasiones te hemos escuchado hablar de la universidad de Jaime Benítez con una visión crítica, hasta de coraje, ante un Rector que promovía por un lado los estudios humanistas y, por otro, el militarismo al extremo de pasar revista a las “tropas” del ROTC, primera parada hacia Vietnam. Nos parece que te tocó estudiar en un período donde el activismo estudiantil no estuvo tan activo como sí ocurriría a partir de la segunda mitad de los sesenta. Es decir, si estamos en lo correcto, viviste la “paz” de la Casa de Estudios; fuiste testigo de la huelga del 1973; y luego conociste la huelga del 1981. Posteriormente apoyaste la candidatura esperanzadora y fallida de Milton Pabón a la Rectoría. Ahora conoces, desde la distancia, un proyecto de desmantelamiento de nuestra Alma Mater. Has vivido, en carne propia, estos tres tiempos de la Universidad. ¿Sería posible, de ser correcta la hipótesis, comentar y describir los mismos? ¿Qué logros, si algunos, tuvieron? ¿Qué podemos aprender ahora de esta trayectoria?
ADQ: Gracias a ustedes. Es una pregunta enorme. Tardaría mucho en responder, sobre todo porque sabemos que este aniversario de la huelga de 1981 se celebra en un momento en que la Universidad pública está siendo destruida por la antidemocrática Junta de Control Fiscal, por el mecanismo perverso de los cortes presupuestarios, y por la precarización laboral de buena parte de los docentes. Pero ustedes me piden que dé testimonio de los comienzos, cuando entré como estudiante a la Universidad en 1957, mucho antes de la huelga del 1981. Sí, en el principio fue la paz, la paz en la guerra de la “casa de estudios”.
Empiezo por decir que reacciono contradictoriamente a aquellos comienzos. Todavía me indignan y a la vez me pongo nostálgico, pues mi vida se transformó con y contra aquella institución. Tengo que retroceder en el tiempo y hacer un poco de historia personal, con lo que supone de factores subjetivos. Vengo de una familia muy modesta, arraigada durante generaciones en los campos de Gurabo y de Caguas, un mundo muy alejado de lo que llamamos “cultura letrada” pero con muchos saberes de la tierra y la agricultura. Pero yo me crie en Río Piedras, en el barrio Capetillo, luego en Buen Consejo, y después en la Calle de Diego, frente a la Plaza del Mercado. Hablando biográficamente, suelo decir que vengo de una familia muñocista por los cuatro costados, donde la imagen de Muñoz Marín estaba sacralizada en todas las casas. Es algo difícil de entender hoy en medio del largo derrumbe de su partido y del Estado Libre Asociado. En los años cuarenta y cincuenta casi todos mis tíos trabajaban en o cerca de la Plaza del Mercado, y mis tías en la industria de la aguja, lejos de la represión que afectaba a independentistas militantes, sindicalistas y comunistas puertorriqueños. Pero esa red familiar terminó dispersa por la migración fomentada por el mismo gobierno que ellos veneraban.
Entre los pocos miembros de la familia que no emigraron se encontraban mis padres. Su recuerdo se abre paso a través de los años y son parte de esta historia y de los contextos de la “casa de estudios”. En mi infancia viví mi primera experiencia traumática de la muerte. Fue la del primo Celso que murió en Corea. Nadie en la familia sabía ni siquiera dónde quedaba Corea, ni cómo situarlo en un mapa, y la caja con sus restos tampoco se pudo abrir. José Luis González lo contó como quien describe un relámpago en su relato “Una caja de plomo”. The Price of the Ticket (para evocar el título del conocido libro de James Baldwin) del Estado Libre Asociado fue altísimo: incluía, entre otras cosas, la necropolítica de Corea y la migración masiva, las puertas abiertas a las farmacéuticas y las petroquímicas y su destructiva contaminación. A veces pienso que hay una dimensión trágica en la historia del Partido Popular, cuyo proyecto político terminó devorado por las exigencias del Imperio.
Mi hermana y yo fuimos a la escuela en Río Piedras, y llegamos a estudiar en la Universidad a finales de los años cincuenta. Llegamos, felices y entusiasmados a la “casa de estudios” donde entonces también estudiaban muchos veteranos de la guerra de Corea. Era una experiencia contradictoria. Allí estábamos, con todo y Ley de la Mordaza y prohibición del Consejo de Estudiantes, como descubrimos muy pronto. Pero en aquella Universidad encontré maestras y maestros verdaderamente memorables. Los recordé en un trabajo que leí en la Universidad de Puerto Rico en Bayamón en 2015 y que titulé “El Arca de Noé”. Descubrí lo que en aquellos años era una excelente biblioteca, con una Sala de Música y otra de periódicos y revistas, a la que iba casi todos los días. Allí me hice lector. Era también el lugar de encuentro con las nuevas amistades. Tuve la inmensa fortuna de conseguir un trabajito en la sección de Catalogación, lo cual me permitía recorrer libremente los estantes de libros. Quedé totalmente fascinado. También contábamos con modernos servicios médicos. Además, aquella Universidad era prácticamente gratuita, pues el costo de la matrícula era bajo.
Por otra parte, era una institución fuertemente jerarquizada. La Torre había llegado a ser la expresión simbólica del Poder. Hay algo más de mi época de estudiante que hoy puede pasar inadvertido y que deseo plantear, aunque sea esquemáticamente. En la Torre se fijaba una muy visible frontera de las clases sociales, ya que el espacio de la Rotonda y sus pasillos estaban ocupados por las fraternidades y las sororidades. Era un mundo social y racialmente segregado. Pero – y es significativo por lo que vino después – en aquella época las hijas y los hijos de las élites económicas y políticas puertorriqueñas todavía asistían a la Universidad pública. Nos encontrábamos en el salón de clases y en los laboratorios, o en el ROTC. Pero después esas élites se fueron alejando de la Universidad pública y enviaban a sus hijos como estudiantes subgraduados a las universidades en los Estados Unidos. Muchos regresaban a la isla con más prestigio social, sin haber nunca siquiera pisado la Universidad de Puerto Rico. Creo que sería importante incorporar ese dato a nuestra reflexión sobre las catástrofes del presente, cuando hay tanta evidencia del desprecio de las élites a la Universidad pública.
Hay otro aspecto, muy problemático. Aquella Universidad era un lugar muy politizado donde solo se permitía la política oficial. Desde los primeros meses aprendí que en la “casa de estudios” no se podía hablar de algunos temas. El Consejo de Estudiantes estaba prohibido, y no teníamos la posibilidad de discutir en público la situación del país y de la propia institución. En nuestra formación había otros notables silencios. Aunque recuerdo con gratitud mi iniciación en la literatura y la filosofía en la Facultad de Humanidades, lo cierto es que no fue hasta mucho después que empecé a entender hasta qué punto la esclavitud, el racismo, África, y la crueldad de las historias imperiales de España y los Estados Unidos son parte de lo que somos. Eran grandes ausencias de lo que se proponía como cultura “occidental”, o solo temas para eruditos. También recuerdo que como estudiante mi único encuentro con Marx fue una lectura apresurada de El Manifiesto Comunista. Y la pregunta en el examen, la recuerdo muy bien, era: “Explique las diez falacias del Manifiesto”.
La educación que recibíamos abría mundos y experiencias muy ricas, y al mismo tiempo tenía sorprendentes semejanzas con los fundamentalismos, por sus continuas advertencias sobre los “subversivos”. Por supuesto, había algunos focos de resistencia. Poco a poco fui cobrando conciencia de pequeñas, pero significativas, transgresiones a la Ley. Por ejemplo, menciones en voz muy baja de Albizu Campos y otros innombrables, de la “huelga del 1948”, o de la campaña contra las armas nucleares. Pero era muy fuerte la pasión por silenciar, la pasión que destacó J. M. Coetzee cuando escribió sobre la censura.
Me siento muy distante de quienes hablan de aquella “casa de estudios” como un tiempo idílico. Años más tarde logré por fin escribir y ofrecí testimonio en La memoria rota. Lo que más me indignaba era la conciencia de que en aquella Universidad era imposible reclamar derechos políticos o el derecho a otra memoria, mientras que las Fuerzas Armadas estaban en el centro mismo del recinto, y sus clases –dos o tres horas por semana de todas las mentiras macartistas imaginables– eran obligatorias para los varones. ¿La participación femenina? Algunas mujeres eran seleccionadas como “madrinas” del ROTC, y desfilaban junto a nosotros. Mientras tanto, algunos escritores y políticos puertorriqueños, independentistas o comunistas, no podían hablar en el recinto. Silenciamiento, pues, y demonización de su memoria en la prédica sistemática en las escuelas del país.
Para muchos, esa situación se reveló insostenible ya en los años sesenta. Habría que preguntarse hasta qué punto influyeron las resonancias de la Revolución Cubana, y después la guerra de Vietnam y el arrollador movimiento contra esa guerra imperial en los Estados Unidos. Las contradicciones y la duplicidad –y los controles estatales– eran constitutivas del mundo colonial llamado Estado Libre Asociado. En los años sesenta, Cuba y Vietnam contribuyeron a nuestro redescubrimiento de América Latina y del mundo, y a romper el silenciamiento o la estigmatización de las izquierdas.
ALO: Nos has hablado de tu experiencia estudiantil. Quisiera reparar ahora en tu experiencia posterior como profesor de la UPR. Entre tus muchas intervenciones en la vida universitaria puertorriqueña como docente estuvo tu incumbencia como presidente de la Asociación Puertorriqueña de Profesores Universitarios (APPU) a mediado de los años setenta. Fue un momento muy intenso de activismo, que en cierto sentido da cuenta culturalmente de los estrechos lazos que se establecieron posteriormente entre sectores del profesorado y los estudiantes durante el movimiento del 1981. ¿Nos podrías hablar de ese momento de activismo docente?
ADQ: Lo he pensado mucho en estos años. Fui presidente de la APPU a principios de la década del setenta (1970-71; 1972-73). Yo acababa de regresar a Río Piedras después de una larga estancia en España, donde completé un doctorado, y después de dos años en la Universidad de Washington en Seattle, toda una experiencia cultural y política. Seattle fue el descubrimiento de otro mundo en los Estados Unidos, con vibrantes tradiciones sindicales e intelectuales de izquierda, como lo fue también el Nueva York de aquellos años y el nuevo e intenso activismo de nuestra diáspora. Cuando regresé a Puerto Rico, a finales de 1969, venía muy radicalizado por la contracultura, la lucha afroamericana en los Estados Unidos, la militancia contra el genocidio en Vietnam, indignado por la complicidad a la que el Imperio nos obligaba, y muy influido por los acontecimientos del Mayo 68 francés y por el 68 mexicano y Tlatelolco. Fue una gran alegría encontrarme con otro Río Piedras. Allí vivíamos, y Alma fundó su Escuela de danza.
Lo digo a menudo, pero me complace repetirlo: con el paso del tiempo llegué a entender hasta qué punto la APPU fue para mí una experiencia formativa y liberadora. Nunca he militado en ningún partido político, pero sí milité en la APPU. Podría decir que ahí aprendí que ser intelectual exigía pensar y escribir, pero también tomar la palabra en el espacio público y luchar colectivamente por los derechos del gremio, y por la dignidad de nuestro trabajo. Luchar implicaba asimismo la búsqueda o invención de un lenguaje, imaginar lo que viene, como es frecuente en la brega, y en luchas concretas, por ejemplo por mejoras salariales o las pensiones, colaborar con la Hermandad de Empleados Exentos No Docentes, o apoyar el movimiento estudiantil contra el alza en la matrícula. Era una fuente de aprendizaje escuchar en la APPU a maestros y maestras activistas, las voces críticas, el estilo y el tono de Silvia Viera, Milton Pabón, Néstor Rodríguez, María Cristina Arce, Miles Galvin, Víctor Meléndez, Viola Lugo, Carmen Gautier, Robert Anderson, y el equipo de profesores que integraban la revista La Escalera (Georg Fromm, Ani Fernández y Gervasio García). Recuerdo también todo lo que irradiaba la presencia de Margarita Mergal, Jorge Morales Yordán, María Teresa Blanco de Galiñanes y Raúl Serrano Geyls, la integridad y la dedicación de Aurelio Roque Delgado y de tantas otras personas de distintos campos y disciplinas.
Efectivamente, la APPU mantenía estrechos lazos con las organizaciones estudiantiles y sindicales del país que deseaban establecer relaciones más solidarias. Éramos compañeros de viaje. Juntos luchamos por la autonomía universitaria y, por ejemplo, contra el uso de cámaras secretas de vigilancia que funcionaron en Río Piedras. Volviendo a la parte crucial de tu pregunta, diría que en la ínsula de la Mordaza, esas alianzas con los estudiantes y el sindicalismo nos permitían desamordazarnos. Creo que los lazos de solidaridad con los estudiantes fueron más intensos en la lucha contra la militarización de nuestra sociedad y de la Universidad. Esa alianza ofrecía la posibilidad de desaprender (como diría Ariella Azoulay), de librarnos de la ideología colonizadora que nos había formado. Así fue que se organizaron algunas de las manifestaciones más impactantes contra el ROTC, la solidaridad con la lucha en Culebra y Vieques, y con el movimiento de rescate de terrenos.
Esa pedagogía descolonizadora impregnaba asimismo nuestra forma de leer, y transformaba nuestras clases y proyectos de investigación. No eran solo las clases; era también la preparación de hojas sueltas, el manejo del mimeógrafo, y también empezaba la posibilidad del video. En otras palabras, los lazos con los estudiantes nos ayudaron a desarrollar el hábito de la discusión con los creyentes y con los no creyentes. Había que estar preparado para improvisar, como dicen los músicos de jazz, y como practicaban los mimos del Taller de Histriones, otro colectivo de los años setenta, integrado en su mayoría por estudiantes de la Universidad.
Hay otro aspecto del activismo docente, no menos importante. En aquel mundo de utopías y conflictos aprendí que es necesario hablar en plural de las izquierdas puertorriqueñas. Al igual que en otras sociedades, era un movimiento diverso, en el que coexistían visiones distintas en torno a la idea de democracia y de nación, y sobre cuestiones de clase, raza, género, y sexualidades. Había desacuerdos importantes entre los nuevos colectivos independentistas o marxistas, y largos debates sobre el concepto de revolución. También rupturas y escisiones. Pienso que esas tensiones estuvieron presentes, de una manera o de otra, durante toda la década, antes–y quizás también después–de la huelga de 1981. Creo que hay que resistir la tentación de unificar. Algunos profesores activistas de la APPU eran militantes del Movimiento Pro Independencia, y luego del Partido Socialista Puertorriqueño, y eran colaboradores del importante periódico Claridad. Otros participaron muy activamente en la vibrante campaña y las movilizaciones del Partido Independentista Puertorriqueño de 1972. En ese sentido, la figura de Milton Pabón fue ejemplar: hospitalario y a la vez exigente, un intelectual de izquierda, siempre minuciosamente preparado antes de tomar la palabra, capaz de conversar con los adversarios y de ser crítico con su propia secta. Para mí, Milton Pabón fue siempre el candidato ideal para el puesto de Rector. Desafortunadamente, no lo logramos.
Entre los estudiantes y los profesores había también creencias compartidas: primero, la necesidad de fortalecer la universidad pública, no solo de combatirla; o la urgencia de combatir contra el servicio militar obligatorio. Otro ejemplo: creo que a todos nos deslumbró la visita de Ernesto Cardenal. Todavía recuerdo el Teatro abarrotado para escucharlo, lleno de resonancias del Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación. El terror de la violencia estatal y la tortura y los desaparecidos en Chile y la Argentina dejó una marca indeleble en muchos universitarios. La represión en Puerto Rico, aunque distinta, fue dura. Generó mucha indignación y solidaridad. Esa represión se manifestaba en la difamación en la prensa comercial, en la persecución policial y del FBI, las carpetas, la Fuerza de Choque, el asesinato de Antonia Martínez y la crueldad del Cerro Maravilla. Hoy sigo pensando en la capacidad de resistencia de los universitarios en los años setenta, y en la riqueza y audacia de los nuevos escritores, artistas y músicos.
IHT: El ejercicio de la docencia durante procesos de luchas estudiantiles le plantea asuntos específicos al profesorado que se complican precisamente por su particular situación laboral, académica e institucional. La Huelga del 81 fue particularmente fructífera en términos de las alianzas, encuentros y desencuentros tanto entre profesores y estudiantes como entre docentes, no docentes y la administración universitaria. ¿Qué perspectiva tienes de este asunto? No únicamente con respecto al 81 sino también por el devenir del lugar de los profesores en la UPR y las posturas asumidas con respecto a su papel institucional. ¿Cómo dar cuenta hoy de lo que hace cuarenta años describías como un “desafío a la verticalidad autoritaria y las apetencias de cambios democratizadores”? (Las vallas rotas 11)
ADQ: Es una pregunta muy importante. Para mí tiene que ver con cuestiones éticas y políticas. Lo primero que diría es que, aunque releerme me pone un poco nervioso, como creo que le pasa a mucha gente, me reconozco en esa cita de ese prólogo de hace cuarenta años. Condensa preocupaciones compartidas con muchos activistas de aquellos años. Sí, “apetencias democratizadoras” en el contexto de una sociedad atravesada por viejos miedos y desigualdades. El cuestionamiento del autoritarismo era uno de los núcleos centrales de una pedagogía descolonizadora. No hablo en términos abstractos. La lucha de estudiantes y profesores contra la militarización quería romper la censura y la prohibición que estigmatizaban todo lo relacionado con el independentismo y el marxismo. Para decirlo brevemente, la potencia de las alianzas políticas y la lucha colectiva estimulaban la invención de formas menos autoritarias en la Universidad y en todas las instituciones.
Tengo recuerdos amargos de las miserias del autoritarismo de los administradores universitarios de aquella época. Pero las clases siempre me gustaban. Me permitían pensar con los estudiantes, descubrir textos que nos ayudaban a superar el miedo a decir, formular proyectos de investigación, improvisar estrategias educativas. Todo lo que hice desde entonces ha estado asociado a la docencia de aquellos años. Pienso que es muy interesante que proliferaran entonces en Puerto Rico los “talleres” de artistas y teatreros, el trabajo en colaboración, refugios autónomos y comunitarios con momentos de gran creatividad. Se creó asimismo el Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (CEREP), al cual pertenecí, y que operaba dentro y fuera de la Universidad, inspirado en parte por diversas tradiciones marxistas, siempre en plural.
Ahora bien, esas zonas de trabajo colectivo no podían borrar la especificidad –y las diferencias– del lugar ocupado por los docentes y el que ocupaban los estudiantes. Ahí se producían dilemas éticos y tensiones muy reales. Sabemos que las tradiciones docentes crean hábitos, habitus en el sentido de Bourdieu, que no son necesariamente democráticos. Las dos cosas son ciertas: la colaboración y el esfuerzo cultural común, y la distancia que implican la diversidad de intereses y trayectorias. Creo importante asumir esa complejidad y analizarla. Por otro lado, durante la huelga del 1981, y en otras, los estudiantes impartieron algunas lecciones ejemplares para los profesores y para la comunidad.
Entre la huelga estudiantil de 1981 y la catástrofe de nuestro 2021 hay una serie de divergencias. También hay líneas de continuidad. Una diferencia que requiere un análisis más a fondo es el desprecio clasista que sienten sectores importantes de las élites políticas y económicas puertorriqueñas hacia la educación y la universidad públicas. Lo mencioné antes. Aunque a primera vista no lo parezca, es parte de la carga de violencia de nuestra sociedad. No obstante, lo que ha ocurrido en movilizaciones de estudiantes, empleados, profesores y en huelgas recientes, ya en medio de las catástrofes neoliberales y los brutales cortes presupuestarios que parecen hundir irremediablemente a la universidad pública, ha mantenido vivas las “apetencias democráticas” de la huelga de 1981. Nos reconocemos en la memoria de ese deseo, y seguimos esperanzados.
Sigo pensando en esas “apetencias” que generan una fuerte conexión con el presente tanto en el plano emocional como el intelectual. En los años ochenta, ya en Princeton, me atraía mucho la teorización de la democracia radical de Sheldon Wolin. Asistí de oyente a algunos de sus cursos, y tuve la suerte de poder conversar con él en algunas ocasiones. Creo que entonces Wolin empezaba a hablar de “fugitive democracy”. La democracia no como una condición que al fin se alcanza, sino más bien de “momentos democráticos” cuyo recuerdo tiene el potencial de inspirar otros movimientos y resistencias en el tiempo. De ahí la importancia de que la memoria de esos momentos no desaparezca. He vuelto a leer a Wolin en estos últimos años. Su noción de democracia fugitiva no pretendía explicarlo todo. Pero me ayuda a pensar y a seguir aprendiendo sobre la situación puertorriqueña y los procesos de descolonización.
ALO: A tu regreso a Puerto Rico, en marzo del 1982 (cuando inició el segundo semestre del año académico 1981-1982, y que fue a la vez tu último semestre como profesor de plaza en la UPR, al aceptar la cátedra a tiempo completo en Princeton) procuraste que Ediciones Huracán (de cuya junta editorial eras miembro) publicara uno de los mejores documentos y análisis de la huelga: la colección Las vallas rotas, con ensayos sustanciales de los profesores Milton Pabón y Fernando Picó y del Presidente del Consejo General de Estudiantes y de la Unión de Juventudes Socialistas, dirigente del movimiento huelgario, el estudiante de la Facultad de Derecho Roberto Alejandro. La colección lleva un prólogo tuyo. Háblanos de la historia de ese proyecto.
ADQ: ¡No puedo creer que hayan pasado cuarenta años! Para empezar, debo decir que la relectura de Las vallas rotas desde este presente me ha emocionado mucho. ¿La historia del proyecto? Me lleva a recordar aquellos últimos meses en la Universidad y en nuestra casa en la Calle Humacao en la Urbanización Santa Rita, bregando con mucha tristeza por mi desilusión profunda con el autoritarismo de la Universidad y por las dudas sobre mi propia decisión de aceptar el puesto en Princeton. Los dilemas de Salida, Voz y Lealtad que tan lúcidamente pensó Albert Hirschman… Algo de eso quedó grabado en el lenguaje y en el tono de mi prólogo a Las vallas rotas. Dialogar hoy con ustedes sobre aquellos días, la huelga, y sobre el libro me ayuda a comprender que, como dice el antropólogo João Biehl, vivimos simultáneamente en diversas temporalidades.
¿Cuándo empezamos a pensar en un libro sobre la huelga? Cuando me reuní con Roberto Otero para hablar sobre el proyecto, nos animaba la idea de documentar el proceso de la huelga y de avanzar en la interpretación y la crítica del movimiento estudiantil y de la forma de gobierno de la Universidad. Otero había sido estudiante en mis seminarios. Era un gran interlocutor y un amigo con quien conversaba frecuentemente. Nunca se empieza desde cero. Recuerdo que en los cursos habíamos leído crónicas como las Memorias de Bernardo Vega, editadas por el gran escritor César Andreu Iglesias, un libro recién publicado entonces. Nuestro proyecto, por supuesto, era mucho más modesto. Pero nos interesaba el género crónica, la voluntad de transmitir una memoria colectiva y la relación entre memoria e historia. Además, Otero tenía la experiencia directa como partícipe en la huelga y miembro de las organizaciones.
Diría que compartíamos el deseo de crear nuevos archivos, no tanto para celebrar sino para aportar a una memoria democrática. Queríamos documentar las experiencias singulares de una huelga que había impactado a muchos sectores de la sociedad puertorriqueña y que había producido un hervidero de discusiones. Durante los meses que duró salieron a la superficie aspectos nuevos o desconocidos de los aparatos del poder universitario y del Estado y de las expectativas y las demandas de los estudiantes, así como sus alianzas con la APPU y con la Hermandad de Empleados Exentos no Docentes. Queríamos recuperar la diversidad de voces y tonos, las energías transformadoras de los huelguistas, reflexionar sobre las palabras que se usaban, establecer una cronología, identificar las organizaciones estudiantiles y los organismos de gobierno, reunir algunas imágenes portadoras de memoria.
En realidad, se trataba solo de un comienzo. En el prólogo mismo yo formulaba una larga serie de preguntas de lo que se dice y lo que no se dice en nuestro libro y de los aspectos importantes que justificarían otras crónicas. Nos alegró mucho poder ofrecer los análisis de los profesores Fernando Picó y Milton Pabón y el testimonio de uno de los dirigentes estudiantiles, Roberto Alejandro. Sus textos iluminadores ofrecían ángulos y estrategias narrativas diferentes, y a la vez estaban conectados. Lo que intentábamos, sobre todo, era abrir un espacio para preservar la memoria de la experiencia militante de toda una comunidad y para reflexionar críticamente.
Tuvimos la gran suerte de que Carmen Rivera Izcoa, fundadora y directora de Ediciones Huracán, acogió el proyecto inmediatamente. No es casualidad que haya sido una pequeña editorial independiente, solidaria y comprometida profundamente con una nueva historia, quien publicara Las vallas rotas. En aquellos años, ni la editorial de la Universidad de Puerto Rico, ni la del Instituto de Cultura, por ejemplo, lo hubieran hecho. Ese hecho nos recuerda que – entonces como ahora– para la conservación de la memoria de una comunidad descolonizadora son indispensables tanto las condiciones materiales como las redes de solidaridad. Es un aspecto que merece más atención.
Hoy sigo pensando en los contextos intelectuales y políticos de aquellos años en Puerto Rico y en la diáspora, en la capacidad de resistencia, en los nuevos escritores y artistas de los años setenta, en la importancia de la amistad en la construcción de una comunidad. Fueron la inspiración para nuestro libro. Al ponerle el título a Las vallas rotas, y al destacar una cita de Martí como epígrafe del libro, usaba su metáfora como homenaje a todas y todos los puertorriqueños que a lo largo de los años setenta hasta la huelga del 1981 habían ido construyendo otro imaginario moral y político en busca de la democratización de la sociedad y del Estado.